miércoles, 24 de diciembre de 2014

El canto gregoriano, un repertorio universal


Con más de 1200 años de historia, el canto gregoriano pareciera, como las pirámides, desafiar el tiempo. Pero, a diferencia de éstas, se trata de un monumento vivo, animado por la misma Palabra de Dios que canta. Soplo del hombre que responde al soplo divino, aquí y allá, en Europa, el África, en Japón o en los países de América, estas melodías se han ganado su lugar propio, rebasando el  ámbito de la liturgia de donde nacieron. Como si la cultura del tiempo real le hiciese un hueco a esta música que parece germinar en el silencio y fundirse en la eternidad. Ese pasado de larga memoria nos lleva al misterio mismo de la experiencia de la fe, al lugar de encuentro entre el canto y el encanto.

UN CANTO CAROLINGIO LLAMADO GREGORIANO 

Si se quisiera remontar el largo río de la historia del repertorio llamado gregoriano, debiera orientarse la proa hasta el origen mismo de la fe cristiana. Es la barca de la Iglesia romana la que llevó hacia todos los puertos y desde sus inicios el mensaje de Jesús de Nazaret y con él, sus particulares formas de transmisión.

Imbricada en las tradiciones judías como brote de un mismo tronco, cristianos y judíos compartían en los primeros tiempos, la misma forma de cantar, rezar y leer  las Sagradas Escrituras. El propio Jesucristo era observante de esta liturgia que ya tenía en la salmodia (1) su meollo, la clave para hablar con Dios. No sin razón se ha dicho que en los salmos está implícita la oración de Jesús, y que quien los canta pone en su boca las propias palabras del Nazareno. 

Tal como documenta Tertuliano a comienzos del siglo III (2) ese esquema lectura-canto-oración se constituirá en matriz tanto del oficio divino, hoy conocido como liturgia de las horas, como de la misa, entonces llamada fracción del pan. A partir del 313 (Edicto de Milán), la habilitación de la religión cristiana y luego su oficialización  ayudó al desenvolvimiento del culto y de la  música de la Iglesia, universalizándose conforme se establecía el latín como lengua litúrgica. La solemnidad del rito y de la música creció tanto como el tamaño y esplendor de las basílicas. Sin embargo, esto no inhibió al desarrollo más o menos autónomo de diferentes tradiciones relacionadas con el contexto local en donde el cristianismo era implantado. 

Cuando en el 590 Gregorio (ca. 540-604) es elegido obispo de Roma, la diversidad de lenguajes musicales de uso en el rito cristiano era considerable. Así, existía un canto milanés (o ambrosiano, por S. Ambrosio, obispo de esa ciudad en el siglo IV), un canto galicano (en la antigua Galia, hoy Francia), uno mozárabe (en España), otro beneventano (en el sur de Italia) y el canto romano. 

 Antifonario Visigótico Mozárabe de la Catedral de León  Ms. 8, o Antifonario de León (s. X),
el códice musical más importante de la liturgia hispánica.

Es bien probable que Gregorio I, monje antes que papa, tuviese en alta estima la música en relación con su función sagrada, habida cuenta de la importancia que tradicionalmente tuvo y tiene el canto en la vida monástica, como vehículo idóneo para la alabanza divina, al menos desde la Regula monachorum redactada hacia el 540 por S. Benito de Nursia. Pero en la cátedra de S. Pedro, Gregorio fue absorbido por sus obligaciones de estado, una actividad desbordante como para “componer” por sí mismo un repertorio para la totalidad del Año litúrgico (3). 

Sin embargo, su pontificado y obras le valieron tal prestigio (4), que más de dos siglos después, ya estaba fuertemente instalada la leyenda que le atribuía la autoría de la música litúrgica romana. Unos comentarios aparecidos en la Vita Gregorii Magni de Juan Hymmonides el Diácono (¿?- ca. 882) sobre un supuesto Antiphonale “muy útil para los cantores” del cual S. Gregorio sería responsable; el prólogo a ciertos libros de canto que a partir del siglo IX le reconocen su paternidad (5); y finalmente la iconografía que completó su imagen con una eterna paloma que parece dictarle al oído la música que debieran cantar los fieles, contribuyeron a ello.

La realidad histórica es que este compendio melódico surge de una hibridación entre el canto galicano y el romano, llevada a cabo bajo los monarcas carolingios, a fin de asegurar la unidad política y religiosa del imperio. Escribe Carlomagno: “que todos aprendan el canto romano (...) y se suprima el oficio galicano, en vistas a la unidad con la Sede apostólica” (6), entendiéndose aquí por “romano” ya ese mestizaje en el cual el galicano fue reacondicionado a los textos y al calendario romano por los técnicos establecidos en Metz, ciudad que por acción de su obispo S. Crodegango (ca. 712-766) se había transformado en un importante centro musical. 

Facsimil de la Admonitio generalis del emperador Carlomagno (789).

Habida cuenta entonces de su genealogía, procedencia o época en la que se originó su versión definitiva, este repertorio bien podría conocerse como canto “romano-franco”, canto “metense” o “carolingio”, sin faltar a la verdad en ninguna de las tres posibilidades.  

Con recursos musicales mínimos, en tanto se entona a una sola voz y sin acompañamiento –a partir de los Padres de la Iglesia se reconocía en el cuerpo humano el instrumento ideal, pues en él vibra el alma del justo-; una valorización de las notas antes que una cuantificación -los sonidos carecen propiamente de medida, lo que le valió luego la apelación de cantus planus o canto llano- y una organización interna de los sonidos -la modalidad- que no se basa en escalas, sino en determinados vínculos de atracciones, este repertorio es fijado y notado con minucia, desplazando paulatinamente a los demás. Y, promovido por las autoridades, y puesto bajo el patrocinio de S. Gregorio Magno, se expandió como el canto “de Gregorio” o “gregoriano” en un arco de tiempo amplio, hasta ser finalmente adoptado por Roma a principios del siglo XIII.

El AL. Ostende nobis del Tiempo de Adviento, registrado en el Cantatorium o
 Sankt Gallen Stiftsbibl. 359 (922-925).


EN BUSCA DEL GREGORIANO PERDIDO 

Paradójicamente, la estabilización por escrito del gregoriano acompañó su paulatino retroceso. El afán por precisar los intervalos musicales, fundamentales a la ciencia nueva que iba abriéndose paso, la polifonía, supuso un corte en la tradición oral, sobre todo en lo relativo a los aspectos más específicos de su expresión. 

Material de trabajo para los compositores de las primeras formas musicales a varias voces simultáneas, del repertorio gregoriano no quedó luego sino un recuerdo de su grandeza descarnada y contundente. Cuando la Contrarreforma (Concilio de Trento), Roma, cautivada por el nuevo género musical entonces en pleno apogeo, somete estas melodías a revisión -según el gusto del momento- y las hace imprimir entre 1614 y 1615, en una edición patrocinada por el cardenal de Médicis. Era un “arreglo”, en el cual no se dudó en cercenar los extensos melismas (7) en el entonces incomprensibles. El canto gregoriano, a espaldas de algo que muy poco tenía que ver con ello, quedó olvidado bajo el polvo de  los viejos códices de las bibliotecas de monasterios y universidades, a la sombra del barroco musical, de Bach, de Mozart y Beethoven...

Kyrie IV, según la edición de los Médicis (Biblioteca Feninger, FSG 20, Trento).

Con la restauración en 1833 del monasterio de Saint-Pierre de Solesmes, en Francia, la historia de este lenguaje musical es la de su paulatina restauración en todo el universo cristiano. Fue dom Prósper Guéranger (1805-1875) quien decide adquirir lo que quedaba tras la Revolución, de ese antiguo priorato benedictino fundado en el 1010, enterado de que su propietario tenía intenciones de terminar de echarlo abajo. Con sus edificios, la restauración de Solesmes fue también la de la vida monástica en el lugar, y del repertorio litúrgico tradicional de la Iglesia católica romana. 

Dom Guéranger enseguida encomienda a sus monjes a rezar cantando, en conformidad a la más pura tradición en la materia y más allá de las fuentes que ofrecían solamente “una sucesión pesada y agotadora de notas cuadradas que no sugieren un sentimiento ni pueden decir nada al alma”(8). Por esa época los signos con los que se registraron las melodías gregorianas, llamados neumas (9) resultaban incomprensibles. Fue dom Joseph Pothier (1835-1923), quien emprendió el análisis de las piezas, sobre la base del precioso códice Saint-Gall 359 del siglo X  descubierto por el Lambilotte en 1849 y publicado dos años después. Convencido de la permanencia de la tradición oral, el estudio comparado de los antiguos libros de canto permitió a dom Pothier, como un verdadero “Champollion de los neumas”, decodificar esa otra suerte de jeroglíficos con los que los notadores de más de mil años atrás fijaron las melodías para cantarle a Dios, permitiendo pronto ejecutarlas con buen nivel de fidelidad. La invención y posterior desarrollo de la técnica fotográfica fue una ayuda inestimable a este propósito. 

Dom Joseph Pothier (1835-1923).

Aún así, en 1873 una nueva edición derivada de aquella medicaea aparecida en el Renacimiento, es aprobada por Roma  como versión oficial. Esto hacía que hubiese un gregoriano “genuino” y canónico, y otro verdaderamente auténtico sostenido por el concurso de distintas ramas de la ciencia (y en especial la paleografía musical), el gregoriano histórico extraído de los documentos. Primero fue León XIII y luego, a poco de asumir la sede de S. Pedro, fue S. Pío X, quienes comenzaron a revertir esta situación. El motu proprio Tra le sollecitudini (10) de este último, lo calificó como “modelo perfecto” para cualquier otra forma de música católica dedicada al culto, avalando las investigaciones musicológicas sobre el fondo melódico antiguo emprendidas por Solesmes y promoviendo en fin, una edición definitiva, la actual vaticana, cuyos libros principales verán la luz antes de la Gran Guerra. 

En la misma línea, el concilio Vaticano II reconoció el gregoriano como “el canto propio de la liturgia romana” (11), definición que contrariamente a lo que a veces se acepta y presenta como objeción a este repertorio, no genera dificultad por cuanto el latín, el de la Biblia Vulgata Latina de S. Jerónimo y del canto gregoriano, lejos de abolirse, fue definido como la lengua litúrgica de la Iglesia católica. 

El Graduale Triplex (Solesmes, 1979), libro post-conciliar que
 a la notación melódica cuadrada tradicional del canto gregoriano, le incorpora 
las versiones de S. Gall y Laon. Aquí el GR. Sederunt principes, de la Misa de San Estéban.

Proceso en marcha que involucra nuevas ciencias como la semiología gregoriana, surgida por el genio de otro monje benedictino, dom Eugène Cardine (1905-1988), este repertorio empero se podrá considerar plenamente restaurado cuando la apoyatura de la práctica ritual le restituya en su lugar histórico, de manera viva y habitual, derecho y necesidad que ha sido reconocido y exaltado por las autoridades de la Iglesia en fechas recientes (12).

EL CANTO GREGORIANO EN EL RIO DE LA PLATA

Desde que el primer misionero español puso pie en las pampas y le fue dado cantar la misa ante criollos y amerindios, el gregoriano se hizo parte de la historia de las naciones del Plata. Entonces, se le conocía como canto llano, y no era otra cosa que el de la medicaea que llenaba los misales de la época.

La primera referencia a la tradición gregoriana en tierras orientales se remonta a 1824, año en que llegó al Río de la Plata la Misión Apostólica Muzi, integrada por Giovanni Mastai Ferretti, luego elevado al papado con el nombre de Pío IX. El secretario de la misma, José Sallusti, autor de una crónica aparecida tres años después en Roma con el nombre de Storia, da cuenta que “en un pequeño pueblo de indios llamado Durazno” se celebraba misa “con el canto gregoriano muy bien entonado” por los propios indígenas. A lo que el cronista agrega: “como si estuviesen todavía bajo el régimen de aquellos buenos Directores de la Compañía que los habían instruido" (13). Desde luego, estos cantores no eran sino los guaraníes provenientes de los pueblos misioneros del norte que, en su diáspora tras la expulsión de la Compañía de Jesús de España y los territorios de ultramar en 1767, se establecieron en importante número en la zona central de la Banda Oriental. Y el gregoriano que podían entonar, era parte del lenguaje religioso que habían aprendido, no más arte que la liturgia en la cual estaba engarzado y vivían de manera espontánea. 

Sobre finales del siglo XIX la Argentina y el Uruguay no fueron indiferentes a las investigaciones llevadas adelante por los monjes de Solesmes. En los medios católicos de la región, el gregoriano restaurado se abría camino, siguiendo las directivas del motu proprio de S. Pío X antes mencionado, y particularmente gracias a la enorme difusión del Liber Usualis Missae et Officii (1903), verdadero vademécum por contener las piezas de las misas y oficios de los domingos y fiestas del año, con el agregado de un sistema rítmico para ejecutarlas, desarrollado y difundido por dom André Mocquereau (1849-1930). 

Dom Andrés Azcárate (1891-1981), Primer Abad de San Benito de Buenos Aires.

Este movimiento litúrgico, asimismo se vio favorecido por la fundación en 1914 de la Abadía de San Benito de Buenos Aires, por monjes de la Abadía de Santo Domingo de Silos (España). En efecto, su I Abad P. Andrés Azcárate (1891- 1981), a más de promover la práctica esmerada del canto gregoriano entre sus monjes, propició el dictado de innumerables sesiones y cursos, la creación de coros y la publicación de revistas y subsidios, siendo autor él mismo de obras como Rudimentos de canto gregoriano, y sobre todo La flor de la Liturgia, aparecidas en Buenos Aires en 1932, que ganaron amplia difusión en el Río de la Plata y toda Hispanoamérica. 

El paulatino desplazamiento del latín del ámbito del culto, fenómeno que se dio desde mediados de los ’60 a escala planetaria, no impidió que hoy estas melodías sean el lenguaje litúrgico propio de ciertas comunidades religiosas, principal móvil de instituciones y agrupaciones de laicos que las ponen en práctica en el templo como fuera de él, materia de estudio de las universidades, afición en fin, de espíritus sensibles, trascendente a toda frontera de confesionalidad. No ha de llamar la atención, ateniéndonos a su mismo doble objetivo, que es el de toda música sagrada: la gloria de Dios y la santificación de los hombres (14).


La Schola Cantorum de Montevideo cuando sus veinte años (2008). 
En esta institución musical uruguaya se daban cita personas de diversas confesiones 
unidos por el mismo amor al repertorio gregoriano.

Instrumento y símbolo a la vez, usus y ars, el canto gregoriano con belleza inmarcesible  expresa el amor que Dios nos tiene y el nuestro propio hacia Él. Y esto, en medio de este tiempo surcado por el ruido, más que un bálsamo, constituye un verdadero anticipo. 

                                                                           Enrique Merello-Guilleminot



(1) La práctica de entonar el salterio, el conjunto de los 150 salmos bíblicos.
(2) Cf. TERTULIANO, De anima, IX.
(3) Por lo demás, en su época aún no existía la escritura musical.
(4) Junto a S. Ambrosio, S. Agustín de Hipona y S. Jerónimo, S. Gregorio Magno es uno de los cuatro primeros Doctores de la Iglesia, reconocidos también como Padres de la Iglesia de occidente.
(5) Se conoce por su íncipit Gregorisu praseul, y por siglos fue la prueba de la labor de S. Gregorio I como compositor. Así se presenta en el folio 2 del Cantatorium de Monza, el libro más antiguo de piezas para el solista: “El prelado Gregorio se elevó al honor supremo, del cual es digno por sus méritos y por su nacimiento, restauró la heredad de los antiguos Padres, compuso para la Schola Cantorum esta colección del arte musical”, citado por Juan Carlos ASENSIO, El canto gregoriano. Historia, liturgia, formas…, pp. 26-27, Alianza Música, Madrid, 2003.
(6) Cf. Admonitio generalis, 23/03/789, N°80, citado por  Georges TESSIER, Charlemagne, p. 307, coll. “Le mémorial des siècles” edición G. Walter, Albin Michel, Paris, 1967.
(7) Fragmentos de música pura sobre una sola vocal, que paulatinamente se fueron incorporando al solo texto cantado.
(8) Cf. Dom Prosper GUÉRANGER, Carta de aprobación al Méthode raisonnée de plaint-chant de A.-M. Gontier, Le Mans, 1859, p. XII, citado por dom Daniel SAULNER, Le chant grégorien, Centre Culturel de l’Ouest, 1995, p. 10.
(9) “Signo” o también “aire”, en el sentido de espíritu de los sonidos representados, según las dos etimologías posibles.
(10) Cf. PIO X, motu propio Tra le sollecitudini, II (22 de noviembre de 1903).
(11) Cf. Constitución Sacrosanctum Concilium, 116 (4 de diciembre de 1963).
(12) Cf. BENEDICTO XVI, exhortación apostólica post-sinodal Sacramentum caritatis, 42 (22 de febrero de 2007). En este documento, el Santo Padre tras referirse a la introducción de géneros inapropiados al culto y a la improvisación musical tan fácil de constatar en diferentes lugares, manifiesta: “deseo que, como los padres sinodales lo han demandado, el canto gregoriano en tanto que propio de la liturgia romana, sea valorizado de manera apropiada”.
(13) Citado por Guillermo FURLONG, La Misión Muzi en Montevideo (1824-1825), “Revista del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay”, t. XIII, Montevideo, 1937, p. 253.
(14) Cf. Constitución Sacrosanctum Concilium, 112.